domingo, 31 de mayo de 2009

Sed de infinita mortalidad.


Alguien me ha contado hoy que el hecho de que le otorguemos importancia inocente y sencilla a las pequeñas cosas de la vida viene determinado por la idea de la muerte.

Todos moriremos en día. Vivimos y morimos.

Si el ser humano fuese inmortal e infinito, la esencia de la vida, de las pequeñas cosas carecería de importancia y significación.

Qué importaría si somos madre de un hijo, de dos o infinitos. Si pudiésemos concebir hijos infinitamente ¿dónde residiría el momento mágico, el sentimiento profundo? No existiría.

Si el ser fuese inmortal, eterno ¿qué importancia tendría el amor, el sexo si en vez de instantáneo fuese una eterna sucesión de amores o actos cópulas? Nada tendría la importancia de lo improrrogable; ni existiría el valor ni el sentimiento finito, determinado por el factor de la posible –inevitable– pérdida.

Si no temiésemos a la pérdida, al final ¿cómo podríamos valorar lo poseído?

La mortalidad se ha infravalorado. La mortalidad pues, tiene razones que la razón no entiende.

Sin nuestra característica mortalidad, todo sería una ruina circular, una historia universal e infinita: una historia universal de la infamia.


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